Nuestro cuerpo ajusta su estrategia energética, la mente busca refugios emocionales y la rutina se transforma: entender estos mecanismos permite evitar excesos sin perder el placer de comer.
Por Ziead Soltan
HoyLunes – Los meses fríos llevan siglos moldeando nuestro comportamiento alimentario. No es casualidad que, a medida que desciende la temperatura, aumente el deseo de platos más densos, de alimentos calientes, de dulces que parecen más “necesarios” que en verano. Esa sensación de apetito inesperado no es un fallo de disciplina: es una conversación antigua entre cuerpo, cerebro y entorno.
El organismo interpreta el frío como una mayor demanda de energía. Para producir calor interno —la llamada termogénesis— el cuerpo quema más calorías, y eso activa señales hormonales que invitan a comer. El resultado: un aumento del apetito que no viene de la imaginación, sino del metabolismo basal ajustándose a las condiciones del entorno.
Pero esta explicación es solo la puerta de entrada. La historia completa es más compleja y, sobre todo, más humana.
Cuando la temperatura exterior baja, el cuerpo responde intensificando el trabajo del tejido adiposo pardo, encargado de la producción de calor. Este proceso exige combustible, y ese combustible es energía proveniente de los alimentos. De ahí que aumenten las señales de hambre.
A la vez, la melatonina —hormona que regula el sueño— aumenta por la reducción de horas de luz. Su interacción con otros sistemas hormonales puede alterarnos el estado de ánimo y elevar el deseo de alimentos ricos en hidratos y grasas, que nos ofrecen una sensación de recompensa rápida.
Además, la actividad física suele disminuir en invierno. No porque queramos movernos menos, sino porque el clima invita a quedarse dentro. Esta reducción hace que la gestión del hambre sea menos intuitiva: comemos más, pero gastamos menos.

La paradoja está servida.
Existe en el invierno un simbolismo que acompaña al apetito. Las comidas calientes se vuelven rituales: sopas, guisos, panes recién hechos, bebidas dulces… la relación entre alimento y consuelo emocional se intensifica.
El frío también incrementa el estrés fisiológico. Y ante el estrés, el cerebro recurre a lo que conoce: alimentos que recomponen, que calman, que distraen.
Aquí aparece un riesgo: confundir la necesidad metabólica real con una búsqueda emocional automática.
En sociedades tradicionales, el invierno era la estación de la supervivencia, y los alimentos más calóricos aseguraban reservas. Aunque hoy la realidad es distinta, esa memoria cultural permanece. Nuestro cuerpo es moderno, pero nuestros impulsos no siempre lo son.
También influye el calendario festivo: invierno es sinónimo de celebraciones, sobremesas largas y alimentos especiales que aumentan el consumo sin que seamos del todo conscientes.

Más que imponer reglas, el invierno sugiere un cambio de enfoque:
Los platos reconfortantes pueden seguir ahí, pero equilibrados con ingredientes fibrosos que alargan la saciedad.
La hidratación es tan importante en invierno como en verano: el aire frío y seco la reduce sin que lo notemos.
Escuchar el hambre real, no la emocional, se vuelve esencial cuando el clima empuja al refugio alimentario.
El movimiento —aunque sea ligero— ayuda a que el aumento estacional del apetito no se convierta en un ciclo difícil de revertir.
Observar los picos de estrés y luz: a veces el hambre aparece cuando lo que falta es descanso o exposición solar.

Pequeños ajustes, grandes equilibrios.
No todo apetito invernal es benigno. Cuando el aumento de peso es rápido, persistente o va acompañado de cansancio extremo, alteraciones del sueño o cambios de ánimo significativos, conviene consultar a un profesional médico. Algunos trastornos hormonales, metabólicos o afectivos se acentúan con el frío y pueden confundirse con un simple “hambre de invierno”.
El invierno abre puertas invisibles: unas llevan al metabolismo, otras al ánimo, y otras a recuerdos profundos de quiénes fuimos como especie. Comer más en invierno no es un error: es una respuesta ancestral. Lo importante es leer esa señal con lucidez, reconocer qué parte es biológica y qué parte es emocional, y encontrar una forma de acompañarla sin que se vuelva una voz dominante.
Porque el frío tiene su propio lenguaje, y a veces nos habla a través del apetito. La clave está en escucharlo… sin dejar que nos arrastre.
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